Adviento, el nuevo Paraíso

La buena Palabra es Germen, brote de Vida y de Gracia

Esa buena Palabra, que Dios suscita en fidelidad a sus promesas, es llamada Germen de Justicia. Es el brote de esperanza y de vida nueva que brota del caído tronco de la dinastía de David. La Palabra buena que Dios suscita es verde germinación, principio vital que resurge. De las ruinas de la muerte y el pecado está brotando algo nuevo. La vida no muere, resurge llamada por Dios. Esa vida se concentra en una Persona que es llamado Germen de David, o sea su Hijo, heredero de las promesas, el Príncipe que reconstruirá verdaderamente el Templo de Dios, aquel que hará germinar la justicia y la paz hasta los confines de la tierra. El Germen de David realizará plenamente las palabras de complacencia de Dios en la promesa: “Yo seré un padre para él y él será mi hijo”. Pero no ya un hijo que Dios “adopta” por ser el rey de su pueblo sino un Hijo que es el verdadero Germen del Padre, la semilla vital del Padre, que brota de Él, en la plenitud de su Amor, y que permanece en Él. Germen que se sembrará en nuestra tierra, en el humus virginal de María, en el jardín que se preparó en su Gracia como un nuevo paraíso. María es este nuevo Paraíso en donde es sembrado el Germen de la Nueva Creación, el Hijo que en su nacimiento quiere hacer nuevas todas las cosas. Pero este Germen de Vida deberá caer también, en el Misterio de su Hora, en la tierra dura y espinosa del corazón humano pecador, para restaurar, en el pantano del pecado, el jardín de la Vida de Dios en nosotros.

Viene para ser nuestra Justicia, nuestra Salvación

El pesebre de Belén, tanto en los poemas litúrgicos de San Efrén el Sirio como en las composiciones de la liturgia oriental, es llamado el nuevo paraíso. El nacimiento del Niño Jesús es la reapertura del Paraíso. El árbol de la Vida, por cuyos frutos tenemos la vida inmarcesible, está naciendo de la gruta del pesebre. María nos regala ése árbol. Ella es la rama virgen, el verde brote creado por la Gracia, de la cual nace la Flor de Jesé, Jesús nuestro Salvador. El Nacimiento de Jesús es el Paraíso, restaura el corazón humano y todas las creaturas en la reconciliación y la armonía del primer Edén. La persona humana ya no tiene que esconderse, ante la vergüenza de su pecado y su desnudez, de la mirada de Dios, sino que puede presentarse con confianza, con la audacia que nos da la fe en el Hijo de Dios, para hablarle desde la misma voz del Hijo, de Jesucristo. Ya no es la brisa vespertina la que misteriosamente nos revela la Gloria del Dios que se abaja para conversar con su amada creatura. Ahora, en la noche glacial del pecado de los siglos, en la densa oscuridad del desconocimiento del amor de Dios, de la gruta surge una luz de vida, una aurora de Vida, en el Rostro de un Niño viene Dios a buscarnos. Desde el llanto de un recién nacido brota la pasión del amor de Dios que quiere encontrarse con nosotros, no para aterrarnos con su Voz sino para atraernos con su Bondad. ¿Puede aterrarnos el llanto de un niño?

Ese Dios que desea conversar familiarmente con su creatura viene, finalmente, para encontrarse con nosotros en el nuevo paraíso de Belén. Ya no es la brisa vespertina el signo de su Presencia sino que el signo de su estar con nosotros y en nosotros es el Niño, el recién nacido que llora, que necesita y depende en todo de sus padres, que se deja llevar, que requiere de un regazo para vivir, del cariño para aprender a amar, de la acogida humana para poder comenzar a ser Él mismo, esto Jesús, el Salvador. La brisa vespertina de la visita de Dios se convierte en el rostro del niño, en sus manitos abiertas que preludian ya la Cruz, en sus ojos mansos, en su dejarse llevar y amar. Dios es así, como este niño. Este niño tan frágil, tan inerme, tan necesitado, es el Germen de Justicia prometido. Ese pequeño brote indefenso que nace en la gruta –junto al establo y al calor de los animales– será, en el día de su Adviento definitivo, nuevamente el Brote, la Raíz santa de David, el Señor Resucitado vencedor de todo germen de muerte, el vivificador de toda creatura, como lo proclama el Apocalipsis. El es nuestra Justicia o sea la Salvación prometida. Justicia se conforma con la expresión salvación, según la espiritualidad profética, en especial de Isaías, en su libro de la consolación. También muchos salmos cantan esta revelación de la justicia del Señor como manifestación de su salvación. Una Justicia ante la cual se alegran los bosques, el cielo y la tierra. No es algo que aterra, que amedrenta y destruye, sino una manifestación que libera a la creatura y la lleva a un júbilo intensísimo.

Justicia es, a la vez, se conformado con el Ser de Dios, con su Voluntad, con su Santidad. Justicia es –finalmente– la capacidad de decir “Amén” a la buena Palabra por medio de la cual Él se revela y nos salva. Ser justos es presentar nuestro , nuestro amén, la entrega adorante y confiada de nosotros mismos al Cristo, el Salvador enviado.

Este Niño nos hace justos porque nos conforma al querer del Padre, a su Voluntad que es Vida. Es Germen de Justicia porque nos regala su misma Santidad, porque nos arranca –esta es la Salvación que nos trae– de la esclavitud del pecado, de nuestra soberbia, de nuestra autosuficiencia, hace caer los ídolos de nuestro corazón, depositando la adoración al Único Dios vivo y verdadero. La Justicia que nos trae el Germen de David es su misma existencia vivida por el Padre y por sus hermanos, su existencia humana y divina derramada, ya desde el octavo día de su nacimiento hasta el Calvario, a favor de nosotros.

Recibir la Justicia del Germen de David, de Jesucristo, es entrar en su vivir, en su amar, en su mirar, en su ofrecimiento. Dejarle vivir su vida de Hijo y de Hermano en nosotros, eso es ser justos –justificados en la fe amante–, así estamos salvados.

Fray Marco Antonio Foschiatti OP

Oración para el tiempo de Adviento

La tierra, Señor, se alegra en estos días,
y tu Iglesia desborda de gozo
ante tu Hijo, el Señor Jesús,
que se avecina como luz esplendorosa,
para iluminar a los que yacemos en las tinieblas,
de la ignorancia, del dolor y del pecado.
Lleno de esperanza en su venida,
tu pueblo ha preparado esta corona
con ramos del bosque y la ha adornado con luces.
Ahora, pues, que vamos a empezar
el tiempo de preparación
para la venida de tu Hijo,
te pedimos, Señor,
que, mientras se acrecienta cada día
el esplendor de esta corona, con nuevas luces,
a nosotros nos ilumines
con el esplendor de Aquel que,
por ser la Luz del mundo,
iluminará todas las oscuridades.
Te lo pedimos por Él mismo
que vive y reina por los siglos de los siglos.

Amén.

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