V Domingo de Pascua

Facebook
Twitter
WhatsApp

Liturgia de la Palabra

Contaron a la Iglesia todo lo que Dios había hecho con ellos

Lectura de los Hechos de los Apóstoles     14, 21b-27

Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía de Pisidia. Confortaron a sus discípulos y los exhortaron a perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios.
En cada comunidad establecieron presbíteros, y con oración y ayuno, los encomendaron al Señor en el que habían creído.
Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Luego anunciaron la Palabra en Perge y descendieron a Atalía. Allí se embarcaron para Antioquía, donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para realizar la misión que acababan de cumplir.
A su llegada, convocaron a los miembros de la Iglesia y les contaron todo lo que Dios había hecho con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los paganos.

Palabra de Dios.


SALMO
     Sal 144, 8-13a

R.
 Bendeciré tu Nombre eternamente,
Dios mío, el único Rey.


O bien:

Aleluia.

El Señor es bondadoso y compasivo,
lento para enojarse y de gran misericordia;
el Señor es bueno con todos
y tiene compasión de todas sus criaturas. R.

Que todas tus obras te den gracias, Señor,
y tus fieles te bendigan;
que anuncien la gloria de tu reino
y proclamen tu poder. R.

Así manifestarán a los hombres tu fuerza
y el glorioso esplendor de tu reino:
tu reino es un reino eterno,
y tu dominio permanece para siempre. R.

 

Dios secará todas sus lágrimas

Lectura del libro del Apocalipsis     21, 1-5a

Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más.
Vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo.
Y oí una voz potente que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios entre los hombres: Él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será con ellos su propio Dios. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó».
Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Yo hago nuevas todas las cosas».

Palabra de Dios.


ALELUIA
     Jn 13, 34

Aleluia.
«Les doy un mandamiento nuevo:
ámense los unos a los otros, como Yo los he amado», dice el Señor.
Aleluia.


EVANGELIO

Les doy un mandamiento nuevo: ámense unos a otros

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan     13, 31-33a. 34-35

Durante la Última Cena, después que Judas salió, Jesús dijo:
«Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto.
Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes.
Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como Yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros».

Palabra del Señor.

Predicación

Queridos hermanos,

No es fácil hablar sobre el amor. No es fácil predicar sobre este amor que nos habla el Evangelio. Por una parte, la palabra “amor” se ha desgastado y su esencia fundamental se pierde en una multiplicidad de sentidos que, si no encuentran un fundamento unificador, nos dispersan: amamos la comida, a los animales, a las personas, a Dios. ¿Qué queremos decir con esto? ¿Es acaso lo mismo? Con todo, el amor es la vivencia fundamental de nuestra existencia. Nuestra alegría y plenitud, si cabe pensarla y encontrarla en esta vida, consiste en amar y ser amado, en que otro se preocupe por mí; que otro sea para mí más importante que mí mismo; que su rostro, sus gestos, su memoria me conmuevan interiormente y nos liberen de la íntima e infinita soledad de nuestro yo herido.

En este domingo, en el que como Iglesia celebramos la entronización del Papa León, aprovechemos la sabiduría de su maestro espiritual, San Agustín, para meditar en tres cuestiones fundamentales sobre el amor del cual nos habla Jesús en el Evangelio, sobre el amor que nos manda practicar, sobre el amor que da sentido último a nuestra vida presente y que será nuestra vida eterna. Consideremos el fundamento, la naturaleza y el fin del amor.

El mandato de Jesús es simple y terrible: “ámense unos a otros como Yo los he amado”. El fundamento de este amor es el amor de Jesús. ¿De dónde proviene este amor? Aquí la primera cuestión inmensa que San Agustín, cuando la consideraba nos dice lo horrorizaba al mismo tiempo que lo enardecía. El principio de todo es el Amor: Dios es amor nos enseña San Juan en su primera carta (cf. 1 Jn 4, 8). Al comienzo de todas las cosas, en la entraña última de nuestro ser está Dios: no la nada ni el caos; no la materia sino un Espíritu Infinito, Inteligente, Bondadoso, pero, sobre todo Amante que sostiene y trasciende todo en el Don de sí mismo. El orden y la belleza del cosmos, la ternura de la madre, la sonrisa del niño, el anhelo del joven, la silenciosa y abnegada entrega del padre y de la madre, la sabiduría desinteresada del abuelo brotan de la presencia de un Dios que ama y que está en lo más íntimo de nuestro ser. Declara el santo de Hipona en sus célebres Confesiones:

¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz. (Conf. X, 17, 38).

Si el fundamento del amor de Cristo es Dios mismo amando en nuestro interior, ¿cuál es su esencia y su límite? Un amigo de Agustín, Severo, le escribe: “Aquí ya no se nos impone ninguna medida de amor, ya que la medida es amar sin medida” (Carta 109). Y el santo hace eco de esta respuesta afirmando que la esencia del amor es la libertad interior: “Así, pues, de una vez se te da este breve precepto: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien” (Sobre la Primera Carta de San Juan a los Partos, Hom. 7, 8). Nuestro querer, nuestro deseo, si brota de esta raíz interior, no puede sino alcanzar su fin: Dios y el otro que, por esto mismo, se hace también íntimo nuestro, nuestro prójimo: aquel que la fuerza unitiva del amor ha aproximado a nuestro corazón. Ya no es alguien anónimo, lejano e indiferente: ¿por quién he sonreído hoy? ¿por quién he llorado? ¿a quién he recordado? Como nos recuerda Agustín: nuestro amor es hacia donde se dirige realmente nuestra entera existencia, el centro de gravedad de mi ser ya no está en mí sino en el otro: mi amor es mi peso, amor: meus, pondus meus (Conf. XIII, 9, 10).

Finalmente, cuál es la perfección del amor: no otro que Dios mismo, eternamente contemplado y poseído. Hacia esta perfección tiende todo nuestro anhelo y el deseo de nuestro ser, mejor, es nuestro mismo ser; esta perfección se realiza, en camino, en la caridad hacia Dios bajo el velo de la fe y el anhelo de la esperanza y en la misericordia con el prójimo: el cuidado del otro, la preocupación por su bien, la renuncia a la posesión: la alegría porque el hijo, los padres, los esposos y los fieles sean y crezcan, incluso o, precisamente por el olvido y el descenso de nosotros mismos. Este es el camino del amor de Cristo que nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 19) y hasta el extremo (cf. Jn 13, 1). Cuando nuestro corazón se desgarra crucificado por este amor, cuando se enardece porque el otro crece; cuando sufre si cae; cuando vela si padece; cuando reza olvidándose de su propio dolor por el bien del otro, entonces, ha comenzado a amar con este amor que nos manda Cristo y nos lo manda porque Él nos ha amado de esta manera y porque, como el Doctor de la Gracia enseña, podemos pedir con absoluta confianza de poder recibirlo diciendo: Señor, “da lo que mandas y manda lo que quieras” (Conf. X, 13, 40).

El lema pontificio del Papa León es “In illo uno unum”: Somos uno en el único Cristo (cf. In Psalm 127). Esta unidad proviene de la unión con Cristo que se nos da en la Sagrada Eucaristía. Pidamos a María Santísima, la Madre del Amor Hermoso, que nos alcance de Su Hijo este amor de caridad que proviene de Dios, que nos hace libres y que, uniéndonos a Cristo por el fuego del Espíritu, nos hace obrar como Él en esa vida y alcanzar con Él al Padre en la vida eterna. Que así sea.

Fray Julio Söchting Herrera OP
Tucumán

Deja una respuesta

¿Deseas recibir las reflexiones del Evangelios?

Déjanos tu correo electrónico y te enviaremos todo lo que iremos haciendo.