Liturgia de la Palabra

Me has dado a luz, a mí, un hombre controvertido por todo el país

Lectura del libro de Jeremías     38, 3-6. 8-10

    El profeta Jeremías decía al pueblo: «Así habla el Señor: «Esta ciudad será entregada al ejército del rey de Babilonia, y éste la tomará»».
    Los jefes dijeron al rey: «Que este hombre sea condenado a muerte, porque con semejantes discursos desmoraliza a los hombres de guerra que aún quedan en esta ciudad, y a todo el pueblo. No, este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia».
    El rey Sedecías respondió: «Ahí lo tienen en sus manos, porque el rey ya no puede nada contra ustedes».
    Entonces ellos tomaron a Jeremías y lo arrojaron al aljibe de Malquías, hijo del rey, que estaba en el patio de la guardia, descolgándolo con cuerdas. En el aljibe no había agua sino sólo barro, y Jeremías se hundió en el barro.
    Ebed Mélec salió de la casa del rey y le dijo: «Rey, mi señor, esos hombres han obrado mal tratando así a Jeremías; lo han arrojado al aljibe, y allí abajo morirá de hambre, porque ya no hay pan en la ciudad».
    El rey dio esta orden a Ebed Mélec, el cusita: «Toma de aquí a tres hombres contigo, y saca del aljibe a Jeremías, el profeta, antes de que muera».

Palabra de Dios.


SALMO
     Sal 39, 2-4.18

R.
 ¡Señor, ven pronto a socorrerme!

Esperé confiadamente en el Señor:
Él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor. R.

Me sacó de la fosa infernal,
del barro cenagoso;
afianzó mis pies sobre la roca
y afirmó mis pasos. R.

Puso en mi boca un canto nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al ver esto, temerán
y confiarán en el Señor. R.

Yo soy pobre y miserable,
pero el Señor piensa en mí;
Tú eres mi ayuda y mi libertador,
¡no tardes, Dios mío! R.

 

Corramos resueltamente al combate que se nos presenta

Lectura de la carta a los Hebreos     12, 1-4

    Hermanos:
    Ya que estamos rodeados de una verdadera nube de testigos, despojémonos de todo lo que nos estorba, en especial del pecado, que siempre nos asedia, y corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
    Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora «está sentado a la derecha» del trono de Dios.
    Piensen en Aquél que sufrió semejante hostilidad por parte de los pecadores, y así no se dejarán abatir por el desaliento. Después de todo, en la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre.

Palabra de Dios.


ALELUIA
     Jn 10, 27

Aleluia.
«Mis ovejas escuchan mi voz,
Yo las conozco y ellas me siguen», dice el Señor.
Aleluia.


EVANGELIO

No he venido a traer la paz, sino la división

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     12, 49-53

    Jesús dijo a sus discípulos:
    Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!
    ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.

Palabra del Señor.

Predicación

He venido a traer fuego sobre la tierra

Queridos hermanos,

¡He venido a traer fuego sobre la tierra!” dice el Señor en el Evangelio. El fuego es uno de los elementos fundamentales mediante el cual la humanidad se ha representado la esencia de las cosas, especialmente las más profundas, las más sublimes, las más divinas. El fuego simboliza el amor, la fuerza, la vida y, en muchas vivencias religiosas, al mismo Dios. La Escritura nos dice que Dios es un fuego devorador y que Su presencia en medio del Pueblo era, en la noche, como una columna de fuego. El fuego es expresión de energía, de luz y de calor, de las fuerzas primordiales de la existencia.

En el Nuevo Testamento, el fuego adquiere un simbolismo más específico y personal, así vemos como en Pentecostés el Espíritu desciende sobre los apóstoles, reunidos en torno a María Santísima, como en figura de lenguas de fuego. De este modo, se significa Su acción interior tal como la describe San Pablo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu de Dios que se nos ha sido dado”.

¡He venido a traer fuego!” dice el Señor. De modo amplio, entendemos que Él ha venido del Padre a traernos Su Amor que es el Espíritu Santo quien, en nuestro interior, nos hace también a nosotros clamar con Cristo, “Abbá, Padre”. Dos elementos del Evangelio nos ayudan a penetrar más en el sentido misterioso de esta exclamación de Jesús.

El primero es la unión de este grito con el deseo de un bautismo futuro que debe realizarse y se refiere, si podemos decirlo de algún modo, a la causa del fuego divino. Se trata del bautismo de la Pasión. La venida del fuego, la presencia interior y trasformante de Dios Espíritu Santo está íntimamente unida al Misterio Pascual de Cristo. La Carta a los Hebreos, nuestra segunda lectura de hoy nos dice: “Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”. El deseo de fuego de Cristo es un anhelo de Quien ha dado Su vida por amor “hasta el extremo”.

Sólo podemos comprender la venida del fuego del Paráclito desde la Cruz de Cristo allí Él “entregó Su Espíritu”. La contemplación de Jesús Crucificado enciende en nosotros el amor, como han comprendido los santos que nos exhortan a aprender en el libro de la Cruz la sublime ciencia de Cristo, no sólo por un movimiento de compasión afectiva sino, sobre todo, por la moción interior del Espíritu Santo expirado eternamente por el Padre y el Hijo y enviado por Ellos en ese momento supremo que reúne todo el Misterio Pascual: desde Getsemaní hasta la Ascensión. En efecto, Pentecostés sólo es posible en este contexto de donación divina y amorosa, luminosa y ardiente como el fuego.

El segundo elemento es el efecto de este fuego y se expresa en la paradojal afirmación de Jesús de que no ha venido a traer la paz sino la división, transformando los vínculos naturales más expresivos del amor humano: los lazos familiares. Nos extraña pensar que Quien nos manda amar a nuestros padres nos diga que ha venido a ponernos en contra de ellos; que Quien nos conmina a amar a los enemigos nos diga que el fuego de amor que trae no unirá, sino que dividirá comunidades y familias. La primera lectura del profeta Jeremías nos ayuda a superar esta paradoja. El amor divino, el Espíritu de Jesús, es el mismo que, como profesamos en el Símbolo Niceno-constantinopolitano, “habló por los profetas”. Es un amor sobrenatural que realiza “la verdad en la caridad” y resuelve la justicia y la misericordia en un solo acto.

El amor personal que es Dios y el amor de Dios, es decir, el Santo Espíritu y la caridad que Él infunde en nosotros no producen un sentimiento general y abstracto de benevolencia universal, una compasión indiferente a la realidad, un afecto que se desentiende de la verdad o, peor aún, que la sacrifica para lograr una concordia aparente basada en el acuerdo humano y no en la primacía divina.

El profeta Jeremías es condenado, como luego lo será Cristo, por su adhesión radical a la verdad de Dios. Especialmente, cuando esta verdad contradice las esperanzas humanas del Pueblo. Permanente y consistentemente, los profetas habían predicado que la fidelidad a la alianza haría posible la subsistencia de Israel. Y que, sin ella, es decir, sin fe en la primacía de Dios y Su acción salvadora, era imposible alcanzar la salvación.

Esta verdad predicada se transforma en juicio, es decir, en luz que ilumina la inteligencia y en energía que mueve a la voluntad para optar por Dios siempre y en primer lugar. Esta primacía de Dios en nuestro corazón, en nuestros afectos, incluso en los más sagrados en el orden natural como son los que producen los vínculos familiares, es el criterio de juicio para la paz o la división, para la unión o la siempre dolorosa pero esperanzada separación.

He venido a traer fuego”. Pidamos el don del Espíritu por mediación de María Santísima. Que Él nos haga fijar la mirada en la Cruz de Cristo que es la causa por medio de la cual este Espíritu de Amor se nos ha dado y que esta mirada produzca en nosotros un criterio cada día más semejante al de Nuestro Señor que juzga todo en Su Padre y desde Su Padre. De este modo, podremos, prevenidos, acompañados y perfeccionados por la gracia, realizar la verdad en el amor, dar guerra o paz, unión o división según el querer de Dios, es decir, según la exigencia de un Amor que es fuego abrazador, luz esplendorosa y calor vivificante. Que así sea.

Fray Julio Söchting Herrera OP
Tucumán

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