Duccio_di_Buoninsegna

Compartan el gozo los que estaban de duelo (Is 66,10)

XIV Domingo Tiempo Ordinario
7 de julio de 2019
Is 66,10-14; Sal 65; Gal 6,14-18; Gal 10,1-12.17-20

Fray Diego José Correa, OP
Mendoza, Argentina

QUERIDOS HERMANOS Y AMIGOS:
En la primera lectura de este domingo, (Isaías 66, 10-14), Isaías es un profeta no de calamidades, que ya demasiadas tiene a la vista y al padecimiento el pobre pueblo de Israel, sino de algo más profundo: del amor de Dios, que es inextinguible y que en las peores circunstancias de los pueblos y de las personas no deja jamás de estar presente. Dios es amor y no puede dejar de amar localmente, aún castigando ama, condenando es más lo que perdona que lo que condena. Su naturaleza es amor. Amor infinito. Amor sin límites. Cuántas veces nosotros los sacerdotes tenemos la experiencia de grandes pecadores, que pasan por nuestras confesiones con tanta facilidad y salen tan felices, y uno se queda con el sabor de decir: ¡qué fácil que la sacaste! Así es Dios, no yo, que soy hijo del pecado original y pecador.
Si no se comprende la naturaleza divina revelada por San Juan: Dios es amor, nada se entiende de este texto de Isaías, es más, resultaría ser un texto cínico, lleno de despropósitos y burlas. El pueblo está reconstruyendo el templo y volviendo del destierro, la mayoría no conocía siquiera ese lugar, otros abandonados a su suerte vivían y viven aún en la desolación.
Sin embargo, todo eso, a pesar de la triste experiencia, no es nada más que el amor de Dios corrigiendo, guiando, sanando a su pueblo rebelde y pertinaz. Las imágenes del consuelo divino son muy bellas y tiernas: niños famélicos amamantados a pechos ubérrimos, ser llevados en brazos y acariciados y consolados en las rodillas de su madre, sus huesos florecerán como la hierba. Dios manifestará todo su poder a sus siervos, pero también mostrará todo su enojo, su indignación a sus enemigos. Los endurecidos, que ni siquiera con tantos gestos de bondad de Dios se vuelven a él ni le reconocen como tal, experimentarán el enojo divino.
El Salmo responsorial 65, confirma la palabra dicha por el profeta Isaías: “Aclame al Señor toda la tierra”. ¿Por qué toda la tierra tiene que aclamar al Señor, si vemos tantos males en el pasado y en el presente? El porqué el mismo Salmo lo responde: “porque las obras del Señor son admirables”. Describe sólo algunas, pero suficientes como para que entendamos que por sobre las apariencias, él (Dios) gobierna eternamente con su fuerza todas las cosas. ¿Para qué? Para que nosotros nos alegremos en él y por sus magníficas obras.
La segunda lectura (Gálata 6, 14-18), que son los cinco últimos versículos de la admirable y profunda carta de Pablo a los gálatas, está centrada esta pequeña perícopa sobre el mismo apóstol Pablo. Donde Pablo se gloría en la cruz de Cristo. Pero no en la honda e inagotable riqueza teológica de la Cruz de Cristo, sino en la vivencia personal en su mismo cuerpo de la cruz de su Señor. Muchos autores y escritos sobre abundantes hay sobre la Cruz de Cristo y todo lo que digamos siempre será nada en comparación de lo que realmente es. Pero pocos hay en el mundo que hayan experimentado la cruz de Cristo en su propia carne como el apóstol Pablo. Un maestro de esa teología y de esa vivencia también personal ha sido San Juan Crisóstomo, entre tantos, pero el Crisóstomo era como San Pablo redivivo por su conocimiento, por su identificación con él y por el encendido amor que tenía a este apóstol.
Pareciera que Pablo no tiene otro orgullo mayor que llevar en su carne mortal las cicatrices de Cristo. Pero esas señales no son los vivísimos sagrados estigmas que llevó por ejemplo San Pío de Pietrelcina, sino los ultrajes, los malos tratos, los desprecios, los odios que sufrió Pablo por predicar el nombre de Jesucristo. Padecer ultrajes por Cristo es para Pablo más admirable que llevar los sagrados estigmas que Jesús compartió con algunos de sus santos y santas más queridos, como por ejemplo San Francisco y Santa Catalina de Siena.
En el Evangelio de este domingo (Lucas 10, 1-12. 17-20), Jesús envía a setenta y dos discípulos delatante de él, pero no para preparar alojamiento y comida para cuándo él y los doce lleguen, sino como verdaderos precursores espirituales de la llegada del Reino que se dará cuando llegue Jesús y su apóstoles. Es algo bien preparado y planificado. No salen a tontas y locas, sino a todos y cada uno de los pueblos, villorrios, ciudades donde él iba a llegar después por sí o por sus discípulos. Llevan un mensaje y un don especial: la paz. Dar la paz, entregar la paz. Si no hay allí ninguno digno de ella, de esa paz que todos tanto ansiamos, entonces esa paz volverá sobre los discípulos. Nuestro mundo actual, sin Dios, se ha convertido en violento. La primera violencia está dentro de cada uno de nosotros. Al no tener ni gozar de la paz de Dios estamos llenos de resentimientos, de odios, desprecios, prejuicios, malos pensamientos… Necesitamos la paz como tierra reseca del desierto árido. Esa paz sólo viene dada por Jesús y traída y comunicada por sus discípulos y misioneros. Si no vienen enviados por Cristo entonces no traen nada más que quimeras, apariencias de paz que a la larga generan nuevas violencias. A lo sumo contenidas por una buena educación, una instrucción psicológica o pedagógica, pero que tarde o temprano explotarán porque no son genuinas ni dones de Dios ganados por Cristo en la Cruz.
Cuando los setenta y dos regresaron de la misión que Jesús les había encomendado volvieron felices porque habían podido comprobar el poder sanador y liberador del nombre de Jesús.
Habían dado la paz a muchísimas personas, habían sanado numerosos enfermos y lo que era más extraordinario habían expulsado demonios con el sólo nombre de Jesús. ¡Tanto bien hacen sus discípulos misioneros donde quiera que vayan y actúen! Pero deben ir pertrechados con muchísima fe en el poder del nombre de Jesús, que los ha fortalecido para pisotear serpientes y escorpiones (o sea, demonios terribles como estos animales ponzoñosos).
Pero estos discípulos tan beneficiosos para toda la humanidad, son pocos, no porque Dios no los envíe, sino porque muchos de los llamados por Dios no le responden y sobre todo por la razón que da Jesús en este mismo evangelio de este domingo: “¡Vayan! Yo los envío como ovejas en medio de lobos” (Lc 10, 3), y obviamente, ¿quién quiere vivir como oveja en medio de lobos?, ¿quién quiere gloriarse como acabamos de ver en la lectura anterior, orgulloso como Pablo de las afrentas sufridas por Cristo en su propio cuerpo? Por eso el mandato de Jesús es que roguemos al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha (Cf. Lc 10, 2). Los trabajadores no son auto enviados sino que son enviados por Jesús o por los mismos apóstoles que él eligió, que son los únicos que siguen actuando en su propio nombre.
Roguemos a Jesús que siga llamando interior y exteriormente a muchos que quieran evangelizar en su nombre y dar al mundo de hoy lo que más busca: la paz de su corazón por la gracia de Cristo.

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