Sentido de la Corona de Adviento

En muchos lugares se prepara al comenzar la preparación a la Navidad una corona de luces y hojas verdes perennes: la corona de Adviento. Este signo preparado por los padres e hijos, en intimidad familiar, con la creciente iluminación de sus cirios, nos va anunciando cada tarde, en la oración de la familia, en nuestro hogar, en nuestra meditación cotidiana, que ya se acerca la Noche Santa. Aquella noche más clara que el día, en donde el conocimiento de Dios Amor, en su Hijito hecho Niño, llenó el orbe de la tierra. En donde nace nuestra Paz, nuestra reconciliación. En donde, en la dura tierra, se vuelve a abrir el Paraíso. Noche santa en donde germina la Flor de Jesé, la Flor que brota de la Virgen, despidiendo un aroma suavísimo, la Gracia del Espíritu Santo.

La corona de Adviento nos habla de la luz que es Jesucristo, esa luz ansiada en toda la Historia de la salvación…Historia de luces y sombras. La Luz de la Misericordia divina quiere revelarse ante las tinieblas del corazón humano que se esconde y se escapa de la irradiación de esa luz. Luz Bienaventurada en donde el Dios vivo se nos da a conocer –se nos comunica– y en donde nos ofrece la salvación, la participación de su Vida. Pequeña luz que va creciendo hasta llegar a esa noche, donde en la gruta de Belén, “dará a luz, la que tiene que dar a luz”, y entonces la Gloria del Señor, en su Hijo, nos cubrirá con su Luz.

Jesucristo desde la Noche de Navidad es la Luz del mundo. La corona de Adviento quiere invitarnos a que alimentemos constantemente la lámpara de nuestra fe, esperanza y caridad, por medio de la oración, el silencio gozoso que se abre a la escucha de la Palabra, las obras de misericordia…todo ello debe ir preparando la lámpara del corazón para encontrarnos con el Esposo, con el Niño Jesús, que se desposa con la humanidad en la Encarnación.

Ya San Bernardo contemplaba -en la ardiente súplica de la esposa humilde, pobre y exiliada del Cantar de los Cantares– la voz de la humanidad exiliada y pobre que clamaba por su Amado, por su Pastor, por su Redentor: ¡Qué me bese con los besos de su Boca! Bernardo decía que ese beso de unión y desposorio, una alianza eterna, se celebraba en la Encarnación. La Encarnación es el Beso del Verbo Esposo, del Hijo, del Amado, a la humanidad doliente para hacerla suya para siempre1. “Beso divino que es a la vez de creación, beso de perdón y reconciliación, beso de divinización y de unión”2. La corona de Adviento nos recuerda las lámparas de las vírgenes prudentes que están ansiosamente esperando el único beso de Cristo Esposo que las confirmará para siempre en una alianza eterna y perpetua con Él. Al contemplar las lámparas de la corona de Adviento debemos preguntarnos: ¿cómo es mi espera, como está esa santa ansiedad y anhelo, ese amor sediento, de salir al encuentro de Cristo Esposo? ¿Deseamos en verdad su venida? ¿Es nuestra caridad tan ardiente como la de esa llamita que contemplamos, una llamita que guarda un potencial tremendo de luz y fuego, para “acelerar” la Venida del Esposo y recibir el Beso de la Encarnación en nuestra alma? ¿Nos visitará el Esposo dándonos desde él, desde su Amor que se abaja a nosotros, un nuevo nacimiento, una nueva Navidad…la primera Navidad?

Las luces de la corona de Adviento nos hablan de la realidad honda de la profecía de Isaías que hemos escuchado. El conocimiento del Señor llenará la tierra como las aguas inundan el mar… Un desbordamiento de conocimiento, un conocimiento que no es algo meramente gnoseológico sino que implica precisamente una comunicación de vidas, un admirable intercambio de vidas, admirabile commercium como cantaremos en Navidad. Conocimiento que es un desborde de luz para el corazón humano tan oscuro y frío.

El rostro de ese Niñito –pobre y abandonado en Belén y en los Belenes de la humanidad lacerada de hoy– es la plenitud de conocimiento que inunda todos los corazones. Nadie queda excluido de esa luz, en Jesús brillará para siempre el Misterio de Dios que nos salva.

Dios es así, como ese Niño. Dios obra así, salva así… Tierno, inerme, sin violencia, dejándose llevar, necesitando de nuestro amor como ése Niño, como todo niño. Ese Niño es la plenitud de conocimiento de Dios, allí ya está en germen, en brote, toda la redención.

La palabra brote, germen, renuevo, tiene una admirable similitud con la palabra iluminación, amanecer3. Ese Niño es la Raíz de Jesé y es el Sol que nace de lo Alto por la entrañable misericordia de nuestro Dios, como canta el Benedictus cada aurora. Ese Niño nos introduce en el Corazón de Dios que ya no es el Lejano, el Extraño, el Innombrable, Aquel con Quién no puedo entrar en una relación real…sino es el Cercano, el que ha roto por el Amor toda frontera hasta hacerse “Dios con nosotros”, hasta hacerse accesible, encontradizo, hasta hacerse necesitado y mendigo de nuestro amor…de nuestro amor sediento.

Un segundo signo de la Corona de Adviento que podemos desentrañar con la profecía de Isaías (11, 1-9), la profecía del brote de Jesé, es el color verde de las hojas y ramos de pino y la perennidad de esas hojas, de ese verdor. Las hojas verdes de la corona, ese verdor perpetuo de las coníferas que resisten los duros inviernos, las embestidas de los vientos y las nevadas, nos hablan del amor de Dios siempre fiel. El nacimiento de Jesús en Belén nos está diciendo esto, nos está cantando esto: Dios es siempre fiel a sus promesas, a su Alianza…su Misericordia con nosotros es perenne.

En las ramas de la corona y en el tronco caído de la casa de Jesé nos podemos encontrar con una profunda analogía de semejanza. De ese tronco casi muerto sale una pequeña yema, un brotecillo endeble, una ramita frágil, signo de la fidelidad del Amor de Dios. A pesar de las muertes de nuestro pecado, a pesar de nuestras caídas, esa fidelidad del Amor divino nos sigue ofreciendo la Esperanza del mundo que es su Hijo. Ese Hijo brota como renuevo de Vida, precisamente en la asunción de nuestra muerte y las consecuencias de nuestros pecados, desde nuestra humanidad asfixiada en el desamor y en la indiferencia.

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1 Este admirable incipit del Cantar de los Cantares ha sido interpretado desde Orígenes como el amor sediento del Pueblo santo de Dios y en él de toda la humanidad…amor sediento del alma y de la Iglesia Esposa para que venga el Mesías, el Redentor, la Boca del Padre: “Hasta cuándo mi Bien Amado me enviará sus besos por Moisés? Me enviará sus besos por los profetas? Son los propios de mi Bien Amado a los que deseo unirme. Que venga Él mismo, ¡Ah, que descienda Él mismo! Se terminó el tiempo de los profetas que venga, por fin, Él mismo.“ Cf Blaise Arminjon SJ, La cantata del amor, lectura comentada del Cantar de los Cantares.

2 Blaise Arminjon SJ, o. c.

3 En griego se utiliza la expresión Anatolé. En latín se la podría traducir como Oriens et Radix como de hecho lo hace la liturgia en el canto vespertino de las antífonas “O”.

Fray Marco Antonio Foschiatti OP

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