Oh Adonai, Pastor de la casa de Israel

El día se caracteriza por un despertar de todo a la vida. La aurora es un levantarse de la variedad. Con el sol se levanta y bulle la vida en sus más variadas manifestaciones. Estamos en medio de ellas; por eso nos pueden absorber las cosas pequeñas, aun en el orden espiritual.

En la noche, cuando todo calla, el hombre puede palpar su alma. La noche es eminentemente espiritual. Es esa danza de estrellas que son música y ese canto del agua que sube en el silencio.

En el alma, el día es la multitud de deseos que se encienden. La pasión es el resultado del torbellino de las cosas en nosotros. Las cosas exteriores no nos dañan jamás, sino las pasiones que se levantan a su contacto cuando les abrimos las puertas de nuestra alma.

Cuando todo se aquieta y aun la imaginación se ha apagado, aparece el esplendor de una noche radiante. Noche llena de luz. Los animales quedan no sólo sometidos, sino entregados. Por eso el Niño nace en la noche. Cuando las cosas oscurecen vemos al que está cerca de nosotros. Está esperándonos allí, en lo más íntimo de nuestra alma, en esa alma aterrada que no conocemos. ¡Si supiéramos lo que somos jamás nos derramaríamos en las criaturas!

Es por eso que el punto final es el Pesebre.

La Redención es, en resumidas cuentas, una labor de la Gracia para devolvernos a nosotros mismos. Nos hemos disminuido tanto, que ha sido necesaria la venida de un Dios para rehacernos. ¡Cómo nos disminuimos en un recelo, en una susceptibilidad! ¡Un apego, cómo nos disminuye! Cuando amamos cosas muertas vamos a la muerte. Si amamos a Dios, nos acercamos a Dios. Es por eso que un Dios tuvo que padecer, porque era algo muy grande que se había perdido. No somos ni tristeza, ni ira, ni sensualismo. Todo lo puso Dios para servirnos, no para servirlas.

Allí no somos nosotros. Nosotros somos mucho más que lo temporal. Todo esto pasará, pero nosotros permaneceremos. Este enjambre tarda en desaparecer para que se haga la noche clara. Cuando lleguemos a esa noche, veremos que es oscura, porque no se ven las cosas concretas, pero es luz porque vemos que hay una realidad frente a nosotros. Hay que vivir la fe. Antes obedecíamos la fe. Decíamos: haré esto, aquello, porque el Señor lo ha mandado. Pero ahora gustamos la fe. Aquella misma obediencia nos llevó a ello. Ya no nos movemos por las virtudes sino mediante la Gracia. Por la Gracia la inteligencia convirtió los apetitos en animales sumisos. Luego la misma inteligencia se rinde a los dones de la Gracia y ésta sola actúa y reina. Es la noche en que todo se aquieta y se ve la unidad. El hombre oye el vagido de ese Dios-Niño en el centro de su alma. Estaba allí gimiendo fervoroso mientras lo buscábamos fuera. Cuando llegamos a ese encuentro, el alma reposa siempre. No se fatiga nunca, aun en medio de la mayor actividad, porque todo lo hace obedeciendo a Aquél que está dentro. Simeón llevaba al Niño en sus brazos, pero el Niño conducía a Simeón.

En el Niño está la plenitud de Dios, como una dádiva de Dios, como una resurrección. Dios quiere hacernos dioses.

La más pequeña de las gracias es mayor que todas las concupiscencias, es suficiente para recrearnos. Cada día dejarse renovar y estar llenos de alegría.

Cada virtud que avanza da una nueva alegría y una nueva gracia. No descuidar la fortaleza para estar de pie en esta reconquista. Levantarnos cada mañana para trabajar en dejar trabajar esa Gracia. Entonces llevaremos a todos aquello que el mundo no puede dar.

Fray Mario José Petit de Murat OP
1952

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