Oh Rey de las naciones y deseado de los pueblos

La dureza no crea nada. El cristiano es poderoso porque tiene blandura, que es lo único que tiene poder. Es como niño, siempre dándose. Es luz de todos los días.

A este Jesús que está aquí, para nosotros, hay que comerciarlo. No enterremos nuestros denarios, hagámoslos producir. Se nos da Cristo y debemos dar a Cristo.

La significación del Pesebre es un llamamiento a la humildad. Jesús se tiende en un pesebre y se da en comida a nosotros: el mundo es estiércol y nosotros nos hicimos animales.

Humildad llena de deseo de perfección. La humildad es ponerse en manos del Padre Celestial. Sólo se es feliz siendo humilde.

El soberbio está perdido, nunca se satisface, es un abismo hambriento que nunca se sacia. Somos gigantes y el apetito nuestro no puede saciarse con criaturas. Cuando así lo hacemos, somos el perro que quiere saciarse con las migajas que caen de la mesa del Padre, las que sólo aumentan su hambre.

El humilde sabe que nadie superará al amor divino, nadie le dará en este momento nada mejor que lo que El le da, sea cruz o privación, o lo que sea. El está gestando algo grande. Así dio a su Hijo pasión y cruz.

«Levantará al pobre del estiércol» (Salmo 112). Al pobre; al que es rico en sí mismo, no. Cada cosa material que tenemos es un peso que cargamos, no nos dará nada y si echa raíces en nosotros, nos ahogará. Hay que tener como si no tuviéramos, con un completo desasimiento. Recibamos lo que nos da Dios como dádiva, sin desear nada. Todo lo apreciemos como don de El.

Si hay dolor en el humilde, es el no poderlo encerrar todo: las montañas, las aves, el mar… ¡Cómo nos ama Dios! Dan ganas de decirle: «¡Fuiste un insensato; nadie ve tanta belleza desperdiciada, porque tienen los ojos cargados de concupiscencias!

«Maldito el hombre que pone su esperanza en el hombre y pone su confianza en su brazo. Será como el terebinto en el desierto, que vendrán las lluvias y no le llegarán» (Jeremías). Así, el soberbio no comprende los dones de Dios que llueven sobre él, ofuscado en perseguir una quimera que quizá será su desdicha.

El humilde ve que sus pecados no son juguetes. Ve que su pecado queda escrito en el hombre y en Dios y que sólo se borrará con el arrepentimiento que desclava. Reconoce la profundidad de la malicia del pecado. Por sí mismo sólo merecía castigo, por eso le es regalo cualquier bien y es justo todo dolor. El fue fuente de destrucción y se henchirá de gozo ante cualquier don. El sufrimiento será refrigerio al lado del infierno que no se cumple, porque un Dios se hundió en su abyección, tocó sus llagas, y del fondo de su herida, sacó redención.

Esta Vida sin orillas de Dios lo invade todo y troca hasta la muerte en vida. ¿Cómo no estar embriagados de felicidad? Se ve todo henchido, todo nuevo.

Por fin, el humilde queda libre de sus buenas obras. Éstas pesan cuando las anotamos. Matan, destruyen. Siempre esperando retribución, comienzan a vivir envenenados. ¡Sepulcros cargados de buenas obras muertas!

El humilde sabe que la buena obra es lo normal: el naranjo cumple bien su misión de dar azahares y naranjos. Así, si hablo es lógico hablar bien, si escribo debo hacerlo bien; estamos hechos para el bien. El humilde siempre está nuevo, aquello pasó. Y está listo para comenzar en cada momento lo que Dios le pide.

A nosotros nos toca ser cánticos de gratitud en medio de la noche. Se nos da el Verídico, el Único, el Viviente, el Eterno que gime a las orillas de todo lo muerto, queriendo vivificarlo todo, llenando de delicias a los que lo aman y lo temen.

Fray Mario José Petit de Murat OP
1952

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