Pentecostés

¡Ven, Espíritu Santo, lava nuestras manchas!

Solemnidad de Pentecostés

 

5 de junio de 2022
Hch 2,1-11 | Sal 103,1ab.24ac.29bc-30.31.34 | 1Co 12, 3b-7.12-13

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Juan 20, 19-23

Al libro de los Hechos de los apóstoles debemos, en gran medida, la caracterización escénica de los discípulos reunidos recibiendo el don del Espíritu Santo. Detrás de los múltiples detalles del relato se impone la realidad única de la misión “sin fronteras”, sin barreras de idioma. Una única misión venida del único Espíritu divino destinada a desplegarse, como las alas de la paloma, a todos los rincones del universo.

Es el mismo Jesús quien infunde su Espíritu. Se trata de una identificación constante que rechaza cualquier interpretación del Espíritu Santo como un “sustituto” de Cristo en la tierra. Como si su ausencia física requiriera de un “algo” compensatorio. Es más bien la identificación en continuidad de la acción del Espíritu de Dios la que inunda los corazones de los discípulos y los “llena” para proclamar a todos las “maravillas del Señor” (cf. Hch 2, 11).

El registro de la acción del Espíritu de Dios se manifiesta a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Desde el “aleteo” sobre las aguas en el relato de Génesis hasta el fiat de María en el misterio de la Encarnación, por “obra y gracia del Espíritu Santo”. Así es como se verifica un continuum de la efusión que impulsó a tantos a confesar al único Dios verdadero. Porque, “en cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (1Co 12, 7).

Muchos han hecho notar la diferencia entre la primera escena de estos versículos: “estaban todos reunidos en el mismo lugar” (Hch 2, 1) con lo que se dice más adelante después de la fuerte ráfaga y de las lenguas de fuego que bajaron sobre cada uno, es decir, los judíos “venidos de todas las naciones del mundo” (Hch 2, 5). Esto inspira a meditar en ese dinamismo entre la audición del Espíritu de Dios que habla en lo más íntimo del corazón y la acción destinada a proclamar al mundo que “hemos bebido de un mismo Espíritu” (1Co 12, 13).

La perspectiva de universalidad y envío la ofrecen las palabras de Jesús a sus discípulos. “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 21-23). Esto es posible, ya que: “en Juan, el Espíritu expresa la presencia íntima de Dios (14, 17) y fluye del Cristo exaltado para dar la vida eterna (7, 39)” (Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo).

El soplo de Jesús es el “fuego” de su amor, el lenguaje gestual que expresa el aliento divino y le recuerda al hombre que ha salido del mismo Dios y que el salmista pone de manifiesto cuando asegura: “Si les quitas el aliento, expiran y vuelven al polvo. Si envías tu aliento, son creados, y renuevas la superficie de la tierra” (Sal 104 (103), 29-30). De su boca brota el soplo, de ella brotan también las palabras que dan la vida. Esa actitud de Jesús muestra el sentido y la intensidad del “lenguaje del Espíritu”, aquel que comunica la paz y el perdón como don. Es el Santo Espíritu de Dios que se vuelve paz y perdón como “don y tarea” para los discípulos.

La Secuencia canta la verdad de este don cuando pide la sanación de las heridas y la corrección de los desvíos. Todo esto lo otorga el perdón ofrecido en la reconciliación con Dios; pues el Espíritu es el que provoca la solicitud y concede la respuesta al alma fiel que desea volver a la gracia de la unión con su Señor. Deberíamos recordar siempre esta invocación llamando al Santo Espíritu de Dios cada vez que acudimos al sacramento de la reconciliación, para que avive en nosotros la disposición a exponer todas nuestras manchas, durezas y pecados. ¡Ven Espíritu Santo! 

Lava nuestras manchas,
riega nuestra aridez,
cura nuestras heridas.

Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad,
corrige nuestros desvíos.

La invocación constante que hace la Iglesia del Espíritu convierte al “gran desconocido” en el rotundamente conocido “padre de los pobres”, el que otorga los dones y envía el fuego del amor a todas las almas. El “ven” de la plegaria se vuelve así certeza, llamando a Aquel que ya realiza lo que el alma fiel pide: “descanso en el trabajo, templanza en las pasiones, alegría en nuestro llanto”.

Pidamos con más insistencia al Espíritu Santo que inunde nuestros corazones con su lenguaje, que es el lenguaje de Dios, el único que puede hacer comprensible el trato de los hombres entre sí y con el Creador. Que María santísima nos guarde siempre en la vigilia permanente de la oración confiada que eleva a Dios toda nuestra vida y la de los hermanos que Dios nos ha confiado.

Fray Gustavo Sanches Gómez OP
Mar del Plata

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