Liturgia de la Palabra
Escucha, Israel: Amarás al Señor con todo tu corazón
Lectura del libro del Deuteronomio 6, 1-6
Moisés habló al pueblo diciendo:
Éste es el mandamiento, y éstos son los preceptos y las leyes que el Señor, su Dios, ordenó que les enseñara a practicar en el país del que van a tomar posesión, a fin de que temas al Señor, tu Dios, observando constantemente todos los preceptos y mandamientos que yo te prescribo, y así tengas una larga vida, lo mismo que tu hijo y tu nieto.
Por eso, escucha, Israel, y empéñate en cumplirlos. Así gozarás de bienestar y llegarás a ser muy numeroso en la tierra que mana leche y miel, como el Señor, tu Dios, te lo ha prometido.
Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Graba en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 17, 2-4. 47. 51ab
R. Yo te amo, Señor, mi fortaleza.
Yo te amo, Señor, mi fuerza,
Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador. R.
Mi Dios, el peñasco en que me refugio,
mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoqué al Señor, que es digno de alabanza
y quedé a salvo de mis enemigos. R.
¡Viva el Señor! ¡Bendita sea mi Roca!
¡Glorificado sea el Dios de mi salvación,
El concede grandes victorias a su rey
y trata con fidelidad a su Ungido. R.
Como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable
Lectura de la carta a los Hebreos 7, 23-28
Hermanos:
En la antigua Alianza los sacerdotes tuvieron que ser muchos, porque la muerte les impedía permanecer; pero Jesús, como permanece para siempre, posee un sacerdocio inmutable.
De ahí que Él puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos.
Él es el Sumo Sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima del cielo. Él no tiene necesidad, como los otros sumos sacerdotes, de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados, y después por los del pueblo. Esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. La Ley, en efecto, establece como sumos sacerdotes a hombres débiles; en cambio, la palabra del juramento -que es posterior a la Ley- establece a un Hijo que llegó a ser perfecto para siempre.
Palabra de Dios.
ALELUIA Jn 14, 23
Aleluia.
«El que me ama será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará e iremos a él», dice el Señor.
Aleluia.
EVANGELIO
Amarás al Señor, tu Dios. Amarás a tu prójimo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 12, 28b-34
Un escriba se acercó y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?»
Jesús respondió: «El primero es: «Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas». El segundo es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No hay otro mandamiento más grande que estos».
El escriba le dijo: «Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que Él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios».
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Palabra del Señor.
Predicación
En el evangelio de hoy, el Señor nos recuerda el mandamiento de la caridad diciéndonos «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas» (Mc 12,30). Señalándonos de este modo cuál es la medida, cuál es el límite, que debe tener nuestro amor a Dios. De allí que hoy podríamos preguntarnos hoy cuál es la medida, el límite, que ponemos en nosotros al amor a Dios.
Santo Tomás de Aquino, con su acostumbrada claridad, advierte que si consideramos el fin observamos que este tiene medida en sí mismo; en cambio lo que conduce a él siempre debe ser proporcionado con el fin[1]. Estas palabras pueden resultarnos un poco difíciles, pero no lo son. Pongamos un ejemplo que ilumine este principio. Así, «el médico, efectivamente, no pone límite al restablecimiento de la salud, antes bien, se esfuerza en procurarla tan perfecta como pueda. Pone, en cambio, límites a la medicina, y así no da cuanto puede, sino cuanto es necesario para el restablecimiento de la salud»[2]. De allí que, como llevamos dicho, el fin tiene una medida en sí mismo, en cambio, lo que conduce a él debe ser proporcionado.
Y en qué nos puede ayudar a entender este principio el mandamiento de la caridad… En que el fin de todas nuestras acciones y afectos es amar a Dios. Y amarlo, como dice la Sagrada Escritura con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y con todas las fuerzas (Cf. Mc 12,30). Porque precisamente este es el medio por el cual alcanzamos el fin. Y si el medio debe ser proporcionado al fin, teniendo en Dios un fin sin medida, en cuanto que Dios es un fin infinitamente amable, el medio que hacia él nos conduce, que es el amor, tiene que ser proporcionado a él. De allí que Dios deba ser amado sin medida, con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y con todas las fueras.
Siendo Dios un bien infinito, absolutamente amable, en el amor a Dios no es posible ningún tipo de exceso. Precisamente porque en el amor a Dios «la perfección es tanto mayor cuanto más se ajusta a la regla. Y por eso, cuanto más amado es Dios, tanto mejor es el amor»[3]. Por eso dice San Bernardo que «la causa de amar a Dios es Dios; y la medida, es amarle sin medida»[4].
Finalmente, de este amor a Dios sin medida nace en nosotros el amor al prójimo. Porque «si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien nunca ha visto. Y éste es el mandamiento que tenemos de Él: que quien ama a Dios ame también a su hermano» (1Jn 4,20-21).
Pidamos este domingo crecer en la intensidad de la virtud de la caridad. Para que nuestro amor a Dios sea sin medida, al igual que el amor de Jesucristo, llegué a dar la vida por nuestros hermanos. Amén.
[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma de teología, II II, q. 27, a. 6c.
[2] Ibídem.
[3] Ibídem.
[4] S.Th., II II, q. 27, a. 6sc.
Fray Juan María Andrada OP
Córdoba